
Un par de clics, una descarga de un enlace dudoso y, en segundos, el juego aparece en el celular. En redes sociales, miles lo celebran como si hubieran encontrado un tesoro escondido. Y es cierto: cuando el precio se fija en dólares y el salario llega en una moneda débil, la tentación de lo “gratuito” parece inevitable. Pero esa elección individual, que se vive como triunfo, es también un golpe silencioso a los que crean.
No se trata de sermonear sobre la culpa del jugador. Se trata de mirar la otra cara: ¿quién pierde cuando se multiplican las copias piratas? Los indies son proyectos frágiles, sostenidos por equipos pequeños. Detrás de cada animación, cada acorde musical y cada bug corregido hay gente que paga cuentas y que apuesta todo en un lanzamiento. Para muchos estudios, una venta no es un número más: es la diferencia entre sobrevivir otro año o cerrar las puertas.
Algunos desarrolladores han optado por la resignación creativa. Los hay que han escrito mensajes diciendo: “Si no podés pagar, jugalo igual; lo importante es que disfrutes”. Ese gesto noble se viraliza, pero no puede confundirse con norma. Son excepciones, no reglas. Convertir esa actitud en política es ignorar el daño estructural que provoca la piratería masiva. Obviamente, usted, lector/a, podrá asumir que hablamos de como se comenzó a viralizar capturas de pantalla de Hollow Knight: Silksong descargados ilegalmente. Pero no nos referimos sólo a Silksong, nos referimos a todos los juegos y en especial medida, a los juegos indie.

Las pruebas circulan a simple vista. Videos en TikTok que muestran cómo instalar juegos, páginas web o foros que reparten enlaces, tutoriales que explican en detalle el atajo. Todo se comparte, se aplaude, suma likes. Se argumenta que la viralidad es “publicidad gratis”. Pero ese razonamiento solo funciona para un título que ya recuperó la inversión o que monetiza por otras vías. La mayoría de los estudios indies no llegan a ese punto: la “publicidad” no paga alquiler ni financia el próximo proyecto.

El problema también es económico. Lo que para un jugador en EE. UU. cuesta el equivalente a una cena, en países con salarios erosionados puede representar semanas de trabajo. Ese desequilibrio empuja a muchos al camino fácil. Entonces el debate deja de ser moral y pasa a ser político: ¿cómo hacer que pagar sea viable? Hay opciones: precios regionales, demos, versiones más livianas, sistemas de pago adaptados a la realidad local.
Denunciar la piratería no implica desconocer la desigualdad. Significa exigir soluciones que permitan a la gente acceder sin destruir a quienes producen. Los estudios pueden explorar descuentos permanentes en mercados emergentes, bundles con prensa local o incluso modelos de pago flexible. Las plataformas también tienen su parte: métodos de cobro locales, políticas pensadas para realidades más allá del dólar.
Al jugador le toca una cuota de sinceridad. Descargar una copia pirata no es un acto romántico ni un “homenaje” al juego: muchas veces es la estocada que impide que ese estudio vuelva a crear. Si de verdad queremos más obras, apoyar empieza con gestos simples: pagar cuando podamos, respaldar campañas cuando no podamos, recomendar a quienes sí lo hacen.
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Y a quienes defienden la piratería como justicia frente a precios abusivos, una reflexión: la injusticia no se corrige normalizando la copia ilegal. Se corrige presionando por cambios reales en los modelos de distribución. De lo contrario, la piratería se convierte en un círculo vicioso que termina por enterrar a la misma creatividad que decimos defender.
No se trata de perseguir al jugador. Se trata de crear alternativas reales. Que estudios, gobiernos y plataformas entiendan que el acceso justo es parte del ecosistema. Y que la comunidad deje de festejar como una hazaña el archivo descargado, para empezar a reconocer el valor de la copia legítima.
Porque, al final, jugar gratis puede sonar dulce, pero tiene un costo amargo: el riesgo de quedarnos sin juegos propios, sin voces nuevas, sin obras que hablen nuestro idioma. Pagar no es solo abrir la billetera; es un pacto silencioso entre el que crea y el que juega. Y si ese pacto se rompe, quizá el próximo título que esperabas nunca llegue a existir.
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